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La cosmohistoria concibe estas operaciones, en cambio, como una búsqueda de “relaciones” a través del tiempo y el espacio, particularmente por medio del pasado, pero siempre también en función del presente. Al insertar un evento o un lugar en nuestro espacio-tiempo monohistórico que consideramos el único real, hacemos posible el establecimiento de vínculos causales, de relaciones de continuidad o de discontinuidad, de jerarquías evolutivas entre él y nuestro presente. Los sucesos se vuelven “históricos” y los espacios se vuelven “reales”, a nuestros ojos, y por lo tanto pueden servir como territorios de dominación, fundamentos de derechos políticos y de posesión, de legitimidades étnicas y de propiedades culturales. En el siglo XVI, los historiadores cristianos definieron este pasado como un tiempo “pagano”, suprimido de manera tajante por la “evangelización” y por la imposición del dominio colonial español; buscaron también signos de la revelación cristiana antes de la conquista y así intentaron valorar parcialmente ese tiempo del demonio (Lafaye 1977). Para la construcción de las historias nacionales, las grandes patrocinadoras del régimen monohistórico moderno, anclar los sucesos de las historias indígenas en el tiempo histórico occidental ha permitido convertirlos en pasado histórico, que se puede vincular con el presente como antecedente de la nación y fuente de orgullo e identidad, pero que también queda tajantemente separado del presente, pues es definido como un “periodo” cerrado de la historia (Navarrete 2010).


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