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Sentí un bochorno intenso que me subía desde los pies a la cara, sentí mis cachetes rojos instantáneamente y la respiración agitada. Llegué a la pieza y le mostré a JP. el test con la segunda rayita apenas insinuada. Entre lágrimas y sonrisas nerviosas, comenzó entonces la historia de los tres.

Luego de muchos partos acompañados, de trabajo con mujeres gestando, talleres y jornadas, me di cuenta de que no entendía realmente lo que significaba “gestar” hasta que lo viví. Sabía de qué se trataba, pero no lo comprendía ni lo dimensionaba.

Un día, una amiga con siete semanas de gestación me comentó lo mal que se sentía físicamente: falta de energía, mucho sueño, nauseas terroríficas todo el día, cada vez le costaba más trabajar y en el ambiente médico que se movía era ridículo “pedir licencia” a tan corta edad gestacional. Sus palabras estaban envueltas en la culpa de no sentir este destello de vida y amor por su bebé, y eso la tenía muy complicada.

Yo ya transitaba mis 20 semanas y realmente nunca logré sentirme físicamente bien. Estuve con esta sensación de no estar en mí siempre, y sentía algo muy fuerte: que mi hijo no me pertenecía. Compartía lo comentado por mi amiga en un 100%, su sensación, culpa y también malestar. Pensé: ¿Así es realmente gestar? Me dieron ganas de abrazarla y decirle que todo iba a estar bien, pero ni siquiera yo sabía si todo iba a estar bien. Esta mujer me estaba mostrando como un espejo la necesidad de sentirme segura y contenida. Fue por eso que le contesté con este mensaje:

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