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Ciertamente, el cine hace eco de las creencias, símbolos y significados sociales y colectivos, de las mentalidades en suma (imágenes y dis­curso), pero su principal rasgo es el de la creación, a partir de ese dato, de una narración que regresa, bajo nuevos códigos de construcción discursiva y renovado, con el aura de algo desconocido, extraordinario y fantástico. Así crea percepciones e imágenes distintas y novedosas para el espectador, que las decodifica con el bagaje cognitivo y apreciativo que ha acumulado en su ciclo vital, pero, sobre todo, que las vive y experimenta como lo hace con las novedades que le acontecen en su vida cotidiana.

Y es que, para empezar, por el hecho mismo de que el espectador sólo ve lo que se encuadra en la pantalla, esta última “difumina los límites entre realidad y ficción, entre realidad y verdad. La imagen fática, que fuerza la mirada y retiene la atención, sólo se centra en zonas específicas, mientras el contexto desaparece en la indeterminación de una experiencia espacio-temporal desanclada. De esta forma, el cine puede alterar lo percibido y llevar a cabo no una representación, sino más bien la recreación de lo que existe” (Martínez Puche, 2010: 156).

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