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Podría decirse que entre el concreto “Train effect” y el más abstracto y general “Efecto de realidad” media un proceso de aprendizaje cultural de décadas, en el que los espectadores han aprendido a ver cine. Los primeros espectadores —pensemos en los azorados asistentes a la función de los hermanos Lumière—, todavía “tenían que enseñarse a negociar cognitivamente con el nuevo medio, hasta encontrar el balance entre creer o no en su nivel de realidad, lo que constituye la precondición para disfrutar el cine” (Mennel, 2008: 2). Este balance se logra en la ontogénesis y la filogénesis, es decir, en los planos colectivo e individual a través de los relevos generacionales y el ciclo de vida.

Lo sobresaliente es que el “Efecto de realidad” no mengua, ni mucho menos desaparece, por el desarrollo de las capacidades cognitivas y perceptivas requeridas para entender la experiencia cinematográfica, es decir, las vivencias que le van asociadas permanentemente, dadas sus bases neurológicas: se trata de experiencias cercanas a las vivencias cotidianas, pero, hay que reiterarlo, la mayoría de las veces diferente en intensidad e impacto emocional, por la posición privilegiada del espectador. Y esto no cambia con la habituación progresiva de las generaciones al disfrute de las obras cinematográficas, en razón de que siempre entran en funcionamiento las “neuronas espejo”, produciendo una experiencia siempre novedosa, conforme se observan y disfrutan nuevas producciones, y por lo tanto, nuevas tramas e historias.

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