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A diferencia del resto de las disciplinas artísticas, con la excepción quizás limitada del teatro, en el cine las cosas (narradas) suceden “realmente” en el momento mismo del consumo de una obra. En palabras de John Huston: “sobre el papel puedes contar que algo ha pasado y, si lo dices bastante bien, los lectores te creen. En el cine, si lo haces bien, ocurre realmente ahí, en la pantalla” (Agee, 2001: 249, 250).

Esa fuerza cultural propia del cine se origina en la peculiar naturaleza de la experiencia cinematográfica, desde el punto de vista del espectador: la composición artificial de imágenes, sonidos y palabras produce sensaciones y emociones reales, experiencias propias de la vida normal, las más de las veces acentuadas. De aquí la capacidad que tiene el cine de conmover al espectador, y llevarlo a experimentar fuertes emociones, desde una carcajada hasta las lágrimas. “El cine, decía Apollinaire, es creador de una vida” (Morin, 2001: 15).

Lo esencial de esa experiencia fue inicialmente sugerida por el concepto “Train effect”, con el que Yuri Tzivian (Mennel, 2008: 2) se refería a la reacción de azoro, estupefacción y susto que provocó entre los primeros espectadores el corto proyectado por los hermanos Lumière, du­rante la mítica función en el café del Boulevard des Capuchines, donde se registraban las imágenes (bastante rudimentarias, por cierto) de un tren arribando a una estación. Y aún en el supuesto de que, como afirma Mennel, se trata de una anécdota exagerada, el concepto “Train effect” alude correctamente a la experiencia distintiva que se suscita al ver una película determinada.

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