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Sin duda, el manejo libre del tiempo, la libertad respecto de las leyes de la física, como de las ataduras emocionales, de los códigos estéticos rígidos y estrechos, y respecto de la ley y de la moral que es dable experimentar en la fruición cinematográfica, constituyen características inseparables del cine y abundan en la explicación de la particular naturaleza de la experiencia vivida en el disfrute de las películas.

Por ello, ya en los albores del siglo XX, un afamado escritor ruso, Andrei Bely, después de ver el filme inglés The fatal sneeze (1907), de Lewin Fitzhamon, emitió una sentencia que se adelantaba en el tiempo y resultaba premonitoria: “El cinematógrafo (afirmó convencido Bely), reina en la ciudad, reina sobre la tierra. En Moscú, París, Nueva York, Bombay, el mismo día quizás a la misma hora, miles de personas acuden a ver a un hombre que estornuda —que estornuda y explota. El cinematógrafo ha cruzado las fronteras de la realidad. Más que los sermones de hombres sabios, el cinematógrafo ha demostrado a todos qué es la realidad” (Andrei Bely, 1908, citado en Mennel, 2008: 1).

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