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Se trata, en términos generales, y para abundar sobre el punto, de lo que también se ha denominado, más recientemente, un “efecto de realidad” (Martínez Puche, 2010: 158), es decir, la sensación resultante del acto de ver cine, en la que el espectador, si bien distingue los distintos niveles de realidad involucrados en el disfrute de una película, al final termina sobreponiéndolos en la experiencia vivida en ese momento particular. “Por su verosimilitud, la información suministrada a lo largo del espectáculo, se integra en el flujo experiencial, confundiéndose con el resto de vivencias y, en ocasiones, propiciando una indiscriminación efectiva entre realidad y ficción…” (Gómez Tarín, 2002: 3).

El cine es capaz de conmover al espectador, gracias a su capacidad para movilizar emociones reales mediante historias, las más de las veces, ficticias. Ocurre algo parecido a la experiencia sinestésica: la sucesión de imágenes visuales y auditivas (ya en el caso del cine sonoro), en una secuencia narrativa que ocurre en la pantalla, el espectador las experimenta tan vívidamente como las experiencias de su vida diaria. Y no se trata de una evocación de tales sensaciones y emociones, sino de una vivencia actual.

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