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No estará de más traer a colación aquellas expresivas palabras contenidas en un libro de quien fuera Ministro de Fomento, y destacado abogado, Ángel Osorio y Gallardo (1987-1946), publicado en la Biblioteca Nueva, en 1918, con el título de Los hombres de toga en el procedimiento de Don Rodrigo Calderón. En esa obra de recomendable lectura se hace ver que los procesos no son abstracciones sino… “concreciones que tocan a la libertad, al bolsillo, a la honra, a la piel y a los huesos”… Ahí queda implicada la grandeza o la miseria de la función del abogado. Por cierto, quienes sientan curiosidad por el célebre proceso citado, tienen a mano el estudio de Felipe Ruiz Martín en el apasionante recopilatorio de Santiago Muñoz Machado, Los grandes procesos de la Historia de España (Barcelona, Crítica, 2002, págs. 287-295).

8. Trabaje como trabaje, individual o colectivamente, el abogado no es una isla en el mundo del Derecho, sino un continente unido a otras grandes extensiones no de tierra sino de intereses, separadas entre sí no por los mares sino por las funciones y competencias que corresponden a los litigantes y a los órganos públicos dirimentes. Las relaciones del abogado con sus clientes, aporta una dimensión colectiva a la relación singular de aquél con cada uno de ellos. En esa dimensión colectiva es usual hablar no de cliente sino de clientela y la homogeneidad o heterogeneidad de ésta es algo que no permite una catalogación de validez generalizable porque no es, en ningún caso, impropio de la profesión combinar como clientes a personas físicas y jurídicas de muy distinta condición social, económica y jurídica, aunque la homogeneidad suele ser indicio de un mayor arraigo del Bufete. Incluso teóricamente cabe admitir, en esa composición prolija de la clientela, que se produzcan conflictos de intereses potenciales (in fieri), que lógicamente no podrán admitirse como conflictos desencadenados (in facto esse). Las relaciones del abogado con sus colegas abogados han de estar presididas por los principios de la buena fe y de la cortesía. La combinación de ambos impondrá al abogado la renuncia a adquirir ventaja sobre el compañero en posición de contraparte por otra causa que no sea la de la aplicación de las leyes, debidamente interpretadas, extremando en cualquier caso las atenciones sociales para hacerle objeto de un trato no solo correcto sino preferente. Al compañero debe prestársele toda la ayuda que permita la defensa del interés del cliente propio, desechando en todo caso la utilización de trucos o triquiñuelas procesales, el regateo de la información objetiva y las ventajas ilícitas procedentes de informaciones privilegiadas que no sean ya de general conocimiento. También las relaciones del abogado con los poderes públicos, y con los jueces en particular, deben basarse en el respeto mutuo. En un libro poco divulgado, pero con méritos para salir de la oscuridad que lo envuelve [Recuerdos de un hombre de toga (Córdoba, ed. autor), 1979], Francisco Poyatos López, destacado Fiscal que fuera, dejó escrito que… “en las relaciones Juez-Abogado no deben producirse molestias innecesarias. Al Juez debe agradarle que se recurran sus resoluciones y el Abogado pierde elegancia murmurando contra el Juez”… una brillante y abreviada forma de decir, a poco que se medite sobre ello, mucho más de lo que parece. Fuera de las prácticas de la corrección social, el abogado será tanto más respetado en los tribunales cuanto mayores sean la dignidad y la solvencia con las que ejerza su oficio. Se tiene por cierto el hecho de que el retraso secular en la aceptación del desempeño de la abogacía por las mujeres tuvo mucho que ver con el reprobable acto indecoroso que Caya Afrania o Calpurnia (s. I a.C.) dedicó al juez del caso.

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