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Sobre estas acepciones del término mercado vamos a centrar nuestra atención. En un libro universitario no interesa mucho el mercado como ideología, y acaso menos aún cuando esa ideología avanza decididamente hacia esquemas teológicos, en los que un nuevo ente todopoderoso va repartiendo, a modo de juez supremo, ciertos castigos y recompensas por conducto de sus correspondientes encarnaciones. La primera es la privatización, que juzga más o menos como herética la explotación en común de la riqueza de un país y aspira a recortar el llamado sector público, considerado a priori como intrínsecamente ineficiente, cuando en no pocas ocasiones ese defecto no es asunto de titularidad de los bienes sino de la gestión que efectivamente se les dispensa, gestión que no tiene que ser peor en el ámbito público si se cumple con lo que piden los artículos 3.2 de la Ley de Procedimiento Administrativo y el 103 de la Constitución española. La segunda encarnación del Mercado, entendido a la manera teológica antes descrita, se conoce como desregulación, pregonando que deben ser los mismos operadores económicos y profesionales quienes limiten las oportunidades de ganancia, pongan freno al apetito para obtenerla y se autorregulen en beneficio de otros sectores de la población, titulares de intereses contrapuestos, elaborando para ello sus propias normas técnicas, códigos de conducta y reglas de buen gobierno. Liberalización es la tercera, y acaso la más respetable de todas esas manifestaciones, aunque difícilmente logrará alcanzar su objetivo, si, como acabamos de ver, son los propios sujetos privados quienes fijan «buenas» y «malas» prácticas, los específicamente legitimados para mantener, reconducir o eliminar «barreras de entrada» (dañosas normalmente para otros empresarios y siempre para los consumidores) y, a pesar de todo, reciben como derecho subjetivo innato –es decir, a modo de precipitado natural de «su» propiedad privada y de la correlativa libertad de empresa– sectores explotados en régimen de monopolio por el viejo aparato de la Administración, que tan a menudo se les «devuelve» a los particulares sin garantía previa de que habrá efectiva competencia en los sectores transferidos.

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