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Las primeras informaciones, ciertamente, no invitaban a pensar que esta nueva infección fuera un brote que se pudiera descontrolar. El 31 de diciembre China notificó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) la existencia de una nueva «neumonía de origen desconocido» detectada en la ciudad de Wuhan. Todavía sin fallecimientos. Enseguida se indicó que el contagio fue originado en un mercado de animales vivos de la ciudad y no había pruebas de su trasmisión entre humanos. Días más tarde se describió que el agente patógeno era un coronavirus y se dispuso de la secuencia de su genoma, pero hasta el 20 de enero no pudo confirmarse que se contagiaba entre personas. En aquel momento, se notificó que el nuevo virus presentaba una baja mortalidad, que además estaba asociada a la presencia de otras condiciones médicas preexistentes. Nada hacía presagiar las proporciones que alcanzaría el desastre. No hubo que esperar mucho, sin embargo, para comprobar la enorme rapidez de los contagios, pudiéndose producir también por las personas infectadas que no mostraban síntomas.

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