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Algunos países, como Corea del Sur o Taiwán, que ya contaban con experiencias previas de afrontar crisis sanitarias como el SARS o la gripe aviar, actuaron con diligencia, sorteando mejor la situación, al realizar con celeridad un número elevado de pruebas diagnósticas para identificar pronto y asilar a las personas contagiadas y a sus contactos, así como otras rápidas medidas de prevención y rastreo. Pero lejos de servir de ejemplo, pudieron involuntariamente favorecer al principio un relajamiento de los mecanismos de defensa en otros muchos lugares.
Gráfico 1. Número de casos diagnosticados y defunciones por la COVID-19 en España
Fuente: Instituto de Salud Carlos III.
En la Unión Europea, y en el plano estrictamente sanitario, tampoco el balance es mejor. La Unión Europea no tiene competencias sobre salud y no ha sabido reaccionar coordinando las políticas de los Estados que la integran, sobre todo en la batalla contra la expansión del virus. El modo como abordó la crisis sanitaria en su primera manifestación fue más bien un sálvese quien pueda, con cierres de fronteras aleatorios e, incluso, con retenciones y requisas de material sanitario vital. La peor soberanía de los Estados afloró entonces con toda fuerza. La Unión Europea podría haber organizado la provisión de material sanitario y dotado de recursos humanos a los países en peores condiciones. Pero hizo poco y tarde. Solo al disponerse de vacunas, la Unión Europea acertó a diseñar y organizar una estrategia integral de compra y distribución de las mismas, si bien su realización ha malogrado durante largos meses aquella iniciativa: la comparación del ritmo de vacunación, a la altura de abril de 2021, con Estados Unidos o Gran Bretaña han dejado en mal lugar la pericia de Bruselas.