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La respuesta a la emergencia sanitaria en España no se aparta de la pauta más generalizada, si bien ha contado con particularidades que la han agravado. Visto en perspectiva, con el conocimiento adquirido hasta ahora, España ha ido incrementando su capacidad de hacer test, pero la estrategia diagnóstica inicial fue demasiado restrictiva e impidió identificar y aislar precozmente a los potenciales contagiadores, poniendo al límite a nuestro sistema sanitario. Los hospitales se vieron desbordados y nuestros profesionales sanitarios sufrieron la carencia de suministros y equipos de protección mínimamente necesarios, lo que puso en riesgo su vida y dificultó su trabajo. Según los datos oficiales, a finales de abril de 2020, España presentaba la tasa de infección entre el personal sanitario más alta del mundo: los contagios en este colectivo ya eran más de 40.000 y representaban el 20 por 100 del total de los casos de contagio confirmados (en Italia, otro de los países más afectados, se reducía al 10 por 100). Es cierto que desde el verano de 2020 la capacidad de atención sanitaria ha ido mejorando paulatinamente, pero han seguido multiplicándose los errores en la gestión de la pandemia, tanto en el diagnóstico de la situación, como en las medidas adoptadas para prevenir, primero, y combatir, después, la expansión del virus, como lo demuestra la escasa diligencia mostrada en el rastreo de los nuevos contagios una vez concluida cada ola.

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