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La dictadura de Primo de Rivera obtuvo algunos logros en esta materia. Se ayudó a grupos de arrendatarios a comprar las tierras que cultivaban, de manera que, a lo largo de tres años, 4.202 campesinos pudieron adquirir 21.501 hectáreas. En todo caso, estas reformas no sirvieron para atajar la creciente problematicidad de la cuestión agraria.

En la época de la Segunda República, tanto las reivindicaciones campesinas como los planteamientos reformistas se centraban en la distribución de la tierra. España era un país básicamente agrícola y por eso el control de la tierra significaba el control de la principal fuente de riqueza nacional. Sociológicamente predominaban los valores extremos en las propiedades rurales, con pocas explotaciones de tipo medio, ubicadas éstas, además, sobre una mayor proporción de suelos improductivos. En ese contexto, estaba generalizado el convencimiento de que era necesario modificar la distribución de la propiedad agraria. Así, en la Constitución de 1931, tras disponerse que “la propiedad de toda clase de bienes podrá ser objeto de expropiación forzosa por causa de interés social” (art. 44), se recogió todo un programa de política agrícola, que comprendía “el patrimonio familiar inembargable y exento de toda clase de impuestos”, además de crédito agrícola, indemnización por pérdida de cosechas, cooperativas de producción y consumo, cajas de previsión, escuelas prácticas de agricultura y granjas de experimentación agropecuarias, obras para riego y vías de comunicación (art. 47).

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