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Schopenhauer como educador tiene, pues, que ser asumido como un escrito de combate, como una intervención beligerante en la vida cultural de la época por parte de alguien que había decidido ya, en los comienzos de un doloroso proceso de ruptura con el convencionalismo y la inercia, convertirse en «médico de la cultura». En una suerte de «médico de la humanidad moderna» capaz de erigirse, con gesto supremamente filosófico, en «legislador de la medida, moneda y peso de las cosas», capaz, en fin, de determinar de nuevo el valor de la existencia, globalmente considerada. O, si se prefiere, de hacer de su obra un espejo en el que todo lo actual, suspecto de filisteísmo y decadencia, de epigonismo, de cansancio, desasosiego y confusión, apareciera como «afectado de una enfermedad deformadora, como palidez y flaqueza, como ojo vacío y ademán fatigado».
Como él mismo reconocía en 1888, el gran protagonista de este opúsculo oficialmente dedicado a Schopenhauer —pensador al que siempre, incluso en sus momentos de mayor distanciamiento, profesó singular estimassss1— es, pues, Nietzsche. Y, ciertamente, suya es la voz que desgrana, paso a paso, esa idiosincrásica propuesta de restauración innovadora de una cultura «vitalmente sana» que encierran las páginas que siguen. Una propuesta que encuentra su inspiración última en lo que para Nietzsche significaban entonces Wagner, Schopenhauer y, desde luego, la Grecia preplatónica, esa patria ideal que tan poco tenía que ver con la estudiada por los filólogos oficialesssss1. Y que es, a la vez, un alegato tanto contra la perversión académica de la filosofía, que hace de ésta un negocio inane y repetitivo incapaz de «conturbar» a nadie, como, contrariamente, a favor de la condición heroica del filósofo genuino, del filósofo capaz, «sin poder estatal, sin sueldo, sin honores», orgulloso de su libertad —de esa imposible, salvaje y despiadada libertad que el propio Nietzsche escogió para sí— de educar...