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Y, sin embargo, ese filólogo fracasado, ese profesor universitario que no pudo resistir el vacío de las aulas —ni menos la pedantería inane, la vanidad y la estrechez de miras de los colegas—, ese solitario doblado de profeta que, más allá de la cobardía del «idealista» y del cultivo mendaz del más fatal de los errores humanos, la moral, invocó fidelidad al «espíritu de la tierra» lejos de la funesta escisión entre el deseo de libertad, belleza y grandeza de la vida y el impulso a la verdad, ese comediante tímido y huidizo cuya mirada buscó siempre desvelar con aguijón titánico la verdadera trama de las cosas, ese marginal dio de sí una de las autocríticas más centrales de la entera tradición occidental —de la «modernidad»— de que dispone el hombre de nuestro tiempo. Al desvelar con trazos poderosos y precisos la genealogía histórica y psicológica y el sentido último de nuestra tradición metafísica, moral y religiosa, Nietzsche se convirtió finalmente —«yo no soy un hombre, soy dinamita»— en lo que en el fondo siempre supo que iba a ser: uno de los más radicales e influyentes, de los más veraces e implacables protagonistas de la Ilustración crítica europea en su momento culminante.

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