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ssss1 Filólogo de formación e —inicialmente— de profesión, Nietzsche vería cómo su primer gran libro, El nacimiento de la tragedia (1872), era violentamente descalificado por los grandes mandarines de la disciplina, de Usener a Wilamowitz-Möllendorf, que certificaron su «muerte científica», o simplemente silenciado, como en el caso de su maestro Ritschl —quien no dudó, por lo demás, en calificarlo en privado como una «ingeniosa cogorza»—, lo que le llevaría a un aislamiento que marcaría para siempre su vida. Convendría tener presente, de todos modos, que la cosa tenía razones más hondas. Ya en 1868, por ejemplo, Nietzsche había verbalizado, en carta a Erwin Rohde, su desvío a un tiempo intensamente personal y cargado de consecuencias profesionales respecto de los filólogos de su tiempo: «Ahora que puedo observar de cerca la hormigueante tribu filológica y veo diariamente su trabajo de topos, ciegos los ojos y llenos los carrillos, alegres por el gusano apresado e indiferentes a los verdaderos y hasta a los más apremiantes problemas de la vida, y todo ello no sólo en la joven mirada, sino también en los viejos que han alcanzado todo su desarrollo, se me aparecen, cada día más claramente, los obstáculos y maquinaciones de toda clase que, si queremos permanecer fieles a nuestro genio, nos saldrán al paso en nuestro camino. Cuando el filólogo y el hombre no se adaptan hasta coincidir por completo, la citada tribu empieza a admirarse de tal milagro, luego se enfada y, por último, como acabas de experimentar en ti mismo, ladra, araña y muerde» (Friedrich Nietzsche, Epistolario, ed. de Jacobo Muñoz, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999, página 64). Por otra parte Nietzsche, cuyos trabajos de «filosofía de la filología», por así decirlo, no han dejado de ganar en interés y fuerza con el paso del tiempo, siempre se sintió lejos de la influyente imagen de Grecia como espacio modélico de serenidad y equilibrio que el clasicismo alemán había forjado elevando los logros y desarrollos del siglo de Pericles a paradigma casi único. No dejan de resultar harto instructivas al respecto las siguientes apreciaciones de Nietzsche en un capítulo de El crepúsculo de los ídolos titulado, precisamente, «Lo que debo a los antiguos»: «El psicólogo que llevo en mí me ha preservado de husmear en los griegos “almas bellas”, “puntos medios áureos” y otras perfecciones, como, por ejemplo, el sosiego en la grandeza, el talante ideal, la elevada simplicidad; me ha preservado, sí, de esa “elevada simplicidad” que no es, en el fondo, sino una niaiserie allemande (bobería alemana). Yo he visto su instinto más fuerte, la voluntad de poder, los he visto temblar ante la indomeñable violencia de este instinto, he visto cómo sus instituciones debían su ser a medidas defensivas puestas en pie para asegurarse unos a otros frente a su materia explosiva interna.»