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Toda alma joven escucha esta llamada día y noche y tiembla, porque presiente la cantidad de felicidad que le ha sido deparada desde la eternidad, porque piensa en su verdadera liberación: una dicha que jamás alcanzará mientras permanezca encadenada a las opiniones y al temor. ¡Y cuán desesperada y carente de sentido puede llegar a ser la vida sin esta liberación! No hay, en toda la naturaleza, criatura más triste y repugnante que el hombre que ha desertado de su genio y que mira a derecha y a izquierda, detrás suyo y en todas las direcciones. En realidad, ni siquiera cabe atacar a un hombre así, porque está fuera de todo y sin sustancia, apenas es otra cosa que un ropaje gastado, reteñido y recompuesto, un fantasma cargado de adornos que ni siquiera puede suscitar ya miedo ni compasión. Y si con razón se dice del perezoso que mata el tiempo, una época que cifra su salvación en la opinión pública, esto es, en la pereza privada, no puede sino preocupar seriamente. Creo que tiene que ser borrada de la historia de la verdadera emancipación de la vida. ¡Cuán grande habrá de ser la repugnancia de las generaciones futuras que tengan que ocuparse del legado de una época en la que no han regido hombres vivos sino seudohombres identificados con la opinión pública! Tal vez por ello nuestra época pasará a la posteridad más lejana como uno de los períodos más oscuros y desconocidos, por inhumanos, de la historia. Recorro las calles nuevas de nuestras ciudades y pienso que todas esas casas horrorosas que se ha construido la estirpe de los opinantes públicos no estarán ya en pie dentro de un siglo, se habrán hundido como las opiniones de los que las construyeron. Cuán esperanzados pueden estar, por el contrario, los que no se sienten ciudadanos de esta época; si lo fuera, servirían para aniquilar su época, hundiéndose con ella, cuando lo que en realidad quieren es conferir nueva vida a su tiempo para perpetuarse ellos mismos en esta vida.

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