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Pero este filósofo me faltaba, y yo experimentaba y tanteaba aquí y allá. Me di cuenta de cuán míseros resultamos los hombres modernos frente a los griegos y romanos, incluso desde el solo punto de vista de la comprensión grave y severa de las tareas educativas. Es posible recorrer Alemania entera con un deseo así en el corazón, al menos todas sus universidades, sin encontrar lo que se busca. Sin olvidar cuán insatisfechos quedan aquí deseos mucho más sencillos y de menos porte. Quien quisiera, por ejemplo, formarse seriamente entre los alemanes como orador, o deseara frecuentar una escuela de escritores, en lugar alguno encontraría maestro ni escuela; nadie parece haber pensado todavía aquí que hablar en público y escribir son artes que no pueden llegar a ser dominadas sin una dirección cuidadosa y muchos años de aprendizaje. Pero nada muestra tanto, tan clara y humillantemente, el sentimiento de autocomplacencia de nuestros contemporáneos como la mediocridad, entre parsimoniosa y falta de toda imaginación, de las exigencias que imponen a educadores y maestros. ¡Qué no encerrará la palabra «preceptor» incluso para las más distinguidas y mejor educadas de nuestras gentes! ¡Qué mezcolanza de cabezas confusas y de instalaciones envejecidas no es designada a menudo y aprobada como «instituto de enseñanza media»! ¡Con qué nos contentamos todos como institución educativa máxima, como universidad! ¡Qué conductores, qué instituciones, si se piensa en la dificultad de la tarea de hacer de un hombre un hombre mediante la educación! Ya la tan admirada manera con la que los sabios alemanes se dedican a su ciencia muestra, ante todo, que piensan, en ese empeño, más en la ciencia que en la humanidad, que aprenden a ser sacrificados a ella como un rebaño perdido, para llevar luego a las nuevas generaciones a igual sacrificio. El tráfico con la ciencia, cuando no es dirigido y contenido por ninguna máxima educativa de orden superior, sino que sigue, sin atadura alguna, el principio «cuanto más mejor», es, sin duda, tan dañino para el sabio como el axioma económico del laisser faire para la moralidad de pueblos enteros. ¿Quién es todavía consciente de que la educación de los sabios, cuya humanidad no debe ser abandonada ni deseada, es un problema de la mayor dificultad? Y ello por mucho que pueda verse esta dificultad con los ojos tan pronto como se repara en los numerosos ejemplares que han sufrido un proceso de deformación por una entrega prematura y poco meditada a la ciencia, llegando incluso a obtener el premio de una joroba. Pero aún hay una señal que da todavía más claramente testimonio de la ausencia de toda educación superior, una señal más importante y peligrosa, y, sobre todo, mucho más general. Si está claro por qué un orador, un escritor, no pueden ser hoy educados —porque no existen educadores para ellos—; si está claro por qué tiene hoy un sabio que deformarse y vivir desequilibrado —porque es la ciencia, esto es, una abstracción inhumana, lo que ha de educarle—; preguntémonos, pues, finalmente: ¿dónde podríamos encontrar realmente todos nosotros, sabios e ignorantes, de origen elevado y de humilde extracción, entre nuestros contemporáneos, nuestros modelos morales, las figuras célebres capaces de representar y encarnar en esta época la moral creadora? ¿Qué se ha hecho de toda la reflexión sobre cuestiones morales, de esa reflexión a que en todos los tiempos procedieron las sociedades nobles y educadas? No existen ya personalidades célebres ni reflexión de este tipo; vivimos realmente del capital heredado de moralidad que nuestros ancestros acumularon, e, incapaces de aumentarlo, nos limitamos a dilapidarlo; sobre tales cosas o bien no se habla en nuestra sociedad, o bien se hace con una torpeza y una inexperiencia de cuño naturalista que no puede menos de provocar repugnancia. Hemos llegado así a una situación en la que nuestras escuelas y maestros o bien prescinden sin más de toda educación moral, o bien salen del paso con formulismos vacíos: la palabra virtud, que nada dice ya a maestro ni a discípulo, no pasa de ser ya otra cosa que un término trasnochado que apenas suscita la sonrisa. Y peor aún cuando lo que entra en juego no es la sonrisa irónica sino la hipocresía.

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