Читать книгу Schopenhauer como educador онлайн
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Pero Schopenhauer comparte con Montaigne otra característica, además de la probidad: una jovialidad genuina, que nos serena y reconforta. Aliis laetus, sibi spiensssss1. Hay, en efecto, dos tipos diferentes de jovialidad. El verdadero pensador nos alegra y reconforta siempre, tanto cuando escribe seriamente como cuando bromea, tanto cuando expresa su sagacidad humana como cuando da curso libre a su indulgencia divina. Y lo hace sin gestos atrabiliarios, sin manos temblorosas, sin ojos turbios, sino con seguridad y sencillez, con valor y fuerza, quizá algo caballerescamente y con dureza, pero, en cualquier caso, como un victorioso. Y esto es precisamente lo que más alivia y reconforta íntima y profundamente, ver al dios victorioso junto a los engendros a los que ha combatido. La jovialidad, en cambio, que sale a nuestro encuentro en el caso de escritores mediocres y pensadores de corto aliento es algo que, al leerlos, me produce asco. Algo así experimenté, por ejemplo, ante la jovialidad de David Strauss. Se avergüenza uno realmente de tener contemporáneos tan joviales, porque ponen en ridículo a nuestra época, y a todos nosotros, ante la posteridad. Estos alegres camaradas no perciben los sufrimientos ni las monstruosidades que como pensadores deberían percibir y combatir. Y por eso su jovialidad provoca disgusto, porque nos engaña: porque quiere hacernos creer falsamente que se ha conseguido ahí una victoria. En realidad, sólo hay jovialidad allí donde ha habido una victoria. Y esto vale tanto para las obras de los verdaderos pensadores como para cualquier obra de arte. Por serio y terrible que sea el contenido, tan serio y terrible como es el problema mismo de la vida, una obra sólo tendrá un efecto deprimente y mortificante cuando el seudopensador y el seudoartista hayan hecho caer sobre ella la bruma de su propia incapacidad. Y nada más alegre ni mejor podrá allegárseles a los hombres, por el contrario, que la proximidad de uno de esos victoriosos que precisamente porque han pensado lo más hondo, aman lo más vivo y, como sabios que son, terminan inclinándose ante lo bellossss1. Hablan realmente, no se limitan a balbucear ni a imitar; se mueven y son realmente, no van siniestramente enmascarados como acostumbran a hacerlo los hombres: he ahí por qué al entrar en su proximidad experimentamos realmente algo humano y natural. Y ello de un modo tal, que nos gustaría decir con Goethe: «¡Cuán magnífica y valiosa es una cosa viva! ¡Cuán acorde con sus circunstancias, qué verdadera, con cuánto ser!»ssss1