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Bien cabe, pues, decir que al desear encontrar un verdadero filósofo como educador, capaz de elevarme por encima del malestar de nuestra época y de enseñarme, a la vez, a ser de nuevo honrado y sencillo, tanto en el pensamiento como en la vida, o lo que es igual, intempestivo, tomando esta palabra en su más hondo significado, no hacía otra cosa que entregarme a mis deseos. Porque los hombres se han vuelto tan múltiples y complejos que no pueden menos de ser insinceros y desleales tan pronto como hablan, sientan afirmaciones y quieren obrar de acuerdo con ellas.

Agitado por todas estas carencias, necesidades y deseos conocí a Schopenhauer.

Pertenezco a los lectores de Schopenhauer que desde que han leído la primera de sus páginas saben con seguridad que leerán todas las páginas y atenderán a todas las palabras que hayan podido emanar de él. Mi confianza en él fue inmediata y sigue siendo hoy la misma que hace nueve años. Le comprendí como si hubiera escrito para mí: por decirlo de una manera inteligible aunque inmodesta y necia. De aquí proviene el que no haya encontrado jamás en él una paradoja, aunque sí algún pequeño error aquí o allá; porque ¿qué son, en efecto, las paradojas sino afirmaciones que no inspiran confianza porque el propio autor las ha formulado sin verdadera confianza, porque se diría que no ha buscado con ellas otra cosa que brillar, seducir y, en una palabra, aparentar? Schopenhauer jamás quiere aparentar, toda vez que escribe para sí mismo y nadie quiere ser engañado, y menos que nadie el filósofo, que ha escogido como lema el no engañar a nadie, ni siquiera a sí mismo. Y no hacerlo ni con el complaciente engaño social que acompaña a casi todas las conversaciones y que los escritores imitan casi inconscientemente, ni menos aún con el engaño más consciente de la tribuna, que se sirve de todos los recursos artificiales de la retórica. Schopenhauer, por el contrario, habla consigo mismo. O de querer, en su caso, imaginarnos un oyente, pensemos en el hijo al que su padre instruye. El suyo es un discurso honrado, rudo y cordial ante un oyente que escucha con amor. Careceremos de esta clase de escritores. La poderosa sensación de bienestar del hablante se apodera de nosotros ya con el primer tono de voz; nos ocurre como cuando entramos en lo hondo del bosque, que respiramos profundamente y nos sentimos renacer. Sentimos que hay aquí un aire reconfortante, siempre igual. Reina aquí una calma despreocupada y una naturalidad sólo comparables a las que poseen quienes se sienten en sí mismos y consigo mismos como en casa. Como dueños, además, de una casa preeminente. Todo lo contrario, pues de esos escritores que son los primeros en asombrarse cuando han dicho algo ingenioso, lo que confiere a su discurso un tono afectado y falto de sosiego. Menos aún vendrá a nuestra memoria, cuando habla Schopenhauer, el sabio al que la naturaleza ha dotado de miembros rígidos y torpes, el sabio estrecho de pecho que irrumpe, por eso, con gesto esquinado, embarazoso o pedante. Todo lo contrario. El alma ruda y un tanto salvaje de Schopenhauer no nos enseña tanto a añorar cuanto a despreciar la flexibilidad y la gracia cortesana de los buenos escritores franceses, y nadie descubrirá en él ese galicismo aparente, imitado y, por así decirlo, sobreplateado del que no pocos escritores alemanes hacen gala. El estilo de Schopenhauer me recuerda aquí y allá un poco al de Goethe, pero a ningún otro modelo alemán. Porque sabe decir lo profundo con sencillez, lo conmovedor sin retórica y lo rigurosamente científico sin pedantería: ¿de qué alemán habría podido aprender esto? Nada encontramos en él tampoco de la manera tan sutilmente puntillosa, excesivamente móvil y —dicho sea con permiso— bastante poco alemana de Lessing, lo que no deja de constituir un gran mérito, ya que en cuanto a la exposición en prosa, Lessing es el más seductor de los autores alemanes. Y para decir ya lo más alto que puedo decir de su forma de exposición, le aplicaré a él sus propias palabras: «Un filósofo tiene que ser muy honrado para no servirse de ningún recurso poético o retórico.» Que la probidad es algo, e incluso una virtud, es cosa que en la era de las opiniones públicas pertenece, por supuesto, a las opiniones privadas que están prohibidas. Y precisamente por eso cuando repito que es honrado, incluso como escritor, no alabo a Schopenhauer, me limito a caracterizarlo; y lo son tan pocos escritores, que habría, en realidad, que desconfiar de todos los hombres que escriben. Sólo conozco un escritor al que puedo situar al lado de Schopenhauer, o incluso aún más alto, en cuanto a honradez, y es Montaigne. Que un hombre así haya escrito es cosa que ha aumentado, realmente, el gozo de vivir en este mundo. Por mi parte, al menos, desde que conocí este espíritu, máximamente libre y fuerte como ningún otro, no puedo decir de él sino lo que él mismo dice de Plutarco: «Apenas he lanzado una mirada en él, y ya me han crecido una pierna o un ala»ssss1. Obligado a buscarme un hueco propicio en este mundo, con su ayuda creo que podría conseguirlo.

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