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Hay, ciertamente, otros medios de encontrarse, de volver uno a sí mismo, de salir del letargo en que se vive comúnmente, como rodeado de una nube sombría. Pero no conozco otro mejor que volver reflexivamente a quien nos ha educado y formado. Y por eso quiero yo hoy rendir homenaje a un maestro y educador del que puedo gloriarme, Arthur Schopenhauer, para luego volver con la memoria a otros.

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ssss1 Se trata de un dicho atribuido a Oliver Cronwell, tomado por Nietzsche de un pasaje, muy subrayado por él mismo, del libro de R. W. Emerson, Versuche, versión alemana de G. Fabricius, Hannover, 1895, que figura en su biblioteca.

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Para describir el acontecimiento que representó para mí aquella primera mirada que eché a los escritos de Schopenhauer, tendré que detenerme un tanto en una idea que en mi juventud me asaltaba con una frecuencia y una urgencia incomparables. Cuando en otros tiempos me abandonaba como entre sueños a mis deseos, pensaba para mí que el terrible esfuerzo y la obligación de educarme a mí mismo podrían serme dispensados por el destino de encontrar a tiempo un filósofo al que poder convertir en mi educador, un verdadero filósofo, al que poder obedecer sin vacilaciones por confiar más en él que en mí mismo. Y me preguntaba: ¿cuáles deberían ser los principios de acuerdo con los que te educaría? Y me ponía a cavilar sobre lo que tendría que decir a propósito de las dos máximas pedagógicas vigentes en nuestro tiempo. De acuerdo con una de ellas, el educador debe reconocer inmediatamente las dotes más sobresalientes de su discípulo, centrándose acto seguido en ellas de modo que las fuerzas, jugos y rayos solares todos las engrandezcan, para llevar así esa virtud a una verdadera madurez y fecundidad. La otra máxima, por el contrario, requiere que el educador fomente, cultive y ponga en relación armoniosa entre sí todas las fuerzas presentes. Pero ¿habría acaso que obligar a quien tiene una poderosa inclinación a la orfebrería a cultivar la música? ¿Habría que dar la razón al padre de Benvenuto Cellini, que obligaba una y otra vez a su hijo al «dulce clarinete», siendo así que éste lo llamaba «el maldito silbato»?ssss1 Ante dotes tan fuertes e inequívocas, ¿acaso no cabría asentir sino muy difícilmente a un procedimiento así, no aplicando, pues, la máxima de la formación armoniosa sino tan sólo a las naturalezas más débiles, en las que tiene su sitio, sin duda, toda una red de necesidades e inclinaciones, que tomadas, no obstante, en bloque o aisladamente no significan gran cosa? Sólo que ¿dónde nos es dado encontrar la totalidad armoniosa y la consonancia de muchas voces en una naturaleza, dónde admiramos la armonía más, sino precisamente en hombres como Benvenuto Cellini, en los que todo, el conocimiento, el deseo, el amor, el odio, tiende hacia un núcleo, hacia una fuerza originaria, y en los que precisamente por la preponderancia imperiosa y soberana de este centro vivo toma cuerpo un sistema armonioso de movimientos en todas las direcciones? ¿Y si en realidad ambas máximas no fueran contradictorias? ¿Y si una de ellas no dijera sino que el hombre ha de tener un centro, en tanto que la otra lo que dijera no es sino que debe tener una periferia? El filósofo educador con el que yo soñaba probablemente no se contentaría con descubrir la fuerza central, sino que sabría evitar también que pasara a ejercer una influencia destructora sobre las otras fuerzas. Conformar y transformar el hombre entero en un sistema solar y planetario vivo y móvil, reconociendo la ley de su mecánica superior, ésa era la tarea, tal como yo me la imaginaba, de su educación.

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