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Con su sostenida invitación a una transformación radical del umbral de conciencia desde el que se determinan los problemas como tales, con su desenmascaradora introducción de toda una serie de desplazamientos capaces de modificar el sentido y valor de los registros últimos de nuestra memoría espiritual, con su «filosofía de la sospecha», en fin, Nietzsche supo, ciertamente, tensar hasta el límite y llevar hasta sus últimas consecuencias —o lo que es igual, hasta ese inclemente diagnóstico de nuestra cultura y de sus fundamentos que evoca hoy ya su solo nombre— el proyecto multifocal de la «crítica ideológica».

III

La crítica nietzscheana de la sustitución creciente del filósofo por el mero profesor o, si se prefiere, la crítica del filósofo-funcionario, del seudofilósofo que ignora que educar es liberar, no procurar prótesis, ni seguir ciegamente la máxima «cuanto más, mejor», ni menos vencerse del lado del mero periodismo, esto es, del «espíritu y la falta de espíritu» del día, puede ser, sin duda, asumida como un vástago tardío de la conocida crítica schopenhaueriana de la filosofía académica. Hay, con todo, más allá del recurso retórico a las figuras del héroe y del único, o a una (implausible) finalidad metafísica de la naturalezassss1 —clarificarse a sí misma, conseguir, mediante la producción del genio, ponerse en condiciones de «ver por fin ante sí, bajo una forma pura y acabada, lo que en el desasosiego de su devenir nunca le es dado ver claramente»—, un núcleo racional en la metafilosofía nietzscheana que no ha dejado de ganar en capacidad de interpelación desde que fue formulada en estas páginas candentes. Iluminar la existencia; generar autoconsciencia; educar en la lucidez; construir nexos de sentido —o, lo que es igual, totalizaciones plausibles— en un mundo crecientemente atomizado; llevar a plenitud la vida; ayudar al hombre a servirse de sí mismo como imagen y compendio del mundo entero; alentar, como toda gran cultura artística, hombres «libres y fuertes»... Que el filósofo, el santo y el artista hayan sido sustituidos como agentes de cultura por el funcionario, el erudito y el sabio académico, dando lugar a una cultura «alejandrina» en la que lo más grande y lo más noble es utilizado como medio para la generación de lo mediocre y lo vulgar, y en la que el arte, el mito y el pensamiento libre mueren —o, cuanto menos, languidecen—, aplastados por las exigencias de una «formación cultural» generalizada promovida por quienes quieren enriquecerse o buscan, como el Estado, perpetuarse, es una tesis muy característica del joven Nietzsche sobre la que cabría debatir largamente. Pero que los fines arriba citados son —hoy quizá incluso más que ayer— los fines específicos de una filosofía que aún ose decir su nombre, es cosa que parece menos discutible.

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