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A los seres humanos nos gustan los hitos, las conmemoraciones, los comienzos y los finales. Es posible que ello se deba a nuestra conciencia de muerte. El sabernos que, fisiológicamente, tenemos una «fecha de expiración» nos obliga a intentar atrapar, en una bocanada de tiempo cósmico, todo lo que nos sea posible. Sin duda, sin esa conciencia de límite, conceptos como la imaginación, creatividad, invención y evolución, como las entendemos, no tendrían ningún sentido.
Durante décadas, siglos y milenios la idea de tiempo cronológico se mantuvo estable en muchos sentidos. Años, meses, días y horas resultaban predecibles. Las estaciones climatológicas estaban claramente marcadas en dos o cuatro, dependiendo del lugar del planeta donde se habitaba. Las tareas y los hechos transcurrían en forma concatenada o al menos así parecía. La simultaneidad se entendía, al igual que la inmediatez, pero el concepto de «presentismo» no estaba en los registros psicológicos de prácticamente nadie. El aquí y el ahora, existían porque había un pasado y un futuro; lo que ocurría hoy era con consciencia de memoria histórica y el mañana estaba sujeto a la naturaleza y a la voluntad de los dioses.