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Las crisis como las que estamos viviendo obligan no solo a ser más resistentes emocionalmente, sino que impulsan a la exploración de nuevas fronteras científicas y sociales. Junto con eso, nuevas palabras y términos se nos hacen cada vez más familiares: cepas, variantes, respirador, cuarentena, mascarillas, sanitización, inmunidad, pandemia, endemia, dosis, aislamiento, vacuna, período de incubación, distanciamiento social, comorbilidad, prono, R0: un glosario de conceptos para explicar esta nueva realidad, que hace ya tiempo no tiene nada de nueva, y que se ha instalado a vivir entre nosotros como un huésped sorpresivo, pero que lentamente se nos ha ido haciendo cada vez más familiar.
Siempre se dice que el lenguaje crea realidad. Es cierto, somos palabras y símbolos, estamos hechos de ellos. Crear nuevas palabras implica habitar, de forma diferente, los cambios estructurales que personas y sociedades experimentan cíclicamente. En muchos sentidos se trata de una revolución. Y en toda revolución hay tiempos de expansión y tiempos de contracción. En la expansión las estructuras formales que se aspira a derribar o reconstruir son exigidas al máximo. El discurso —es decir, nosotros mismos—, se llena de significados y consignas que apelan a ideas colectivas de gran impacto emocional y enorme vocación libidinal. El sentido de pertenencia alinea y otorga una percepción de unidad y, por qué no decirlo, de seguridad. Los sueños individuales se potencian y validan exponencialmente cuando la masa coincide con los anhelos, esperanzas e incluso prejuicios personales. Históricamente hemos tendido a creer que, si la «mayoría» piensa en forma parecida, la idea que se plantea o vocifera es «correcta». Y ha sido así como genocidios, persecuciones, oscurantismos, errores y horrores de toda especie se han dado maña para, sustentado en la creencia de las mayorías, hacer de las suyas desde el inicio de nuestra historia gregaria.