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Desde luego, también es del todo cierto que las revoluciones muchas veces han impulsado cambios gigantescos que han hecho que diversas formas de injusticias se subsanen, instaurando en la humanidad nociones y políticas de bien común, justicia, dignidad y libertad. El precio que se ha pagado por ello no ha sido menor, pero como la memoria emotiva suele ganarle a la historia, al final del día el triunfo del ethos del bien común ha hecho que las víctimas de todo signo político que han quedado en el camino sean héroes o villanos, entren a formar parte del «coste hundido» que las sociedades han estado dispuestas a pagar con el fin de lograr propósitos o sueños enraizados y validados colectivamente.

Las revoluciones se expanden en su voracidad discursiva y utópica y se contraen en cuanto la realidad de los hechos —y sobre todo la naturaleza humana—, revela que detrás de todo principio comunitario, se encuentran también presentes legítimas agendas propias que, inevitablemente, terminan por intentar imponer intereses y valores funcionales a las mismas.

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