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Tres mil doscientos años después, el «Evangelio de San Juan» sostiene: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios». La palabra ya no solo tiene a un humano como autor; es mucho más que eso, es la creación misma. El lenguaje es un acto divino.
En el siglo XX, ya habían transcurrido cinco mil años desde que Gar Ama le puso identidad a un discurso. Freud primero y Lacan después, describen a la «palabra vacía» y la «palabra plena» como los polos de un continuum, en que la primera solamente circunscribe, casi al pasar, algo y la segunda significa, posee un peso específico. Describámoslo en forma sencilla. Ante la pregunta: «¿Tienes sueño?», la contestación «sí», opera de un modo muy distinto que la respuesta que un acusado responde frente a un juez: «¿Se declara usted inocente del delito del que se le acusa?». «Sí», contesta este. Las palabras poseen sustancia.
Desde la aparición de la firma, el lenguaje se hizo más poderoso que nunca. La rúbrica le otorga al autor fama, reconocimiento y distinción, pero también responsabilidad y, por lo tanto, la posibilidad de ser inculpado por ya, no solo lo dicho en forma oral, sino lo declarado por escrito.