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© LOM ediciones
A la memoria de mi abuela Lola Gaviño, que me enseñó que las raíces se respetan.
A mi esposa e hijos por darme el tiempo para escribir y en el que no pudieron disfrutar de mi amena y grata compañía.
A mis padres.
A los fiscales y policías que me orientaron y dieron luces sobre el trabajo de investigación de delitos.
A Francisca Fernández por su información sobre cosmovisión andina.
A Paula Astorga y Mauricio Contreras, de la Escuela Básica Salvador Sanfuentes de Santiago, establecimiento al que también agradezco.
Capítulo I
Donde Julia sabe de un robo espectacular, conoce a varias personas y la situación se convierte en un evento social muy parecido a un entierro.
La vitrina estaba perforada pero el arqueólogo Luis Herrera no lo notó cuando llegó a su despacho del Museo de Historia Natural antes que todos, como solía hacerlo. Cumplió con su rutina inicial de prepararse un té y poner la radio Beethoven. Al cabo de unos minutos sintió algo de frío y le extrañó, pues ya estaban a mediados de octubre y la primavera se manifestaba con mucho sol. Revisó las ventanas de su oficina y la sala del laboratorio, por si alguna se había quedado abierta durante la noche, pero estaban todas cerradas. Mientras se volvía a poner su chaqueta pensó que quizá se estaba poniendo viejo. Fue en ese momento que miró la cámara refrigerada que tenían en un rincón oscuro del recinto, funcionando al límite de su capacidad. Pese a las sombras, el arqueólogo notó algo extraño que no terminó de creer hasta que se acercó. Le temblaron las piernas y le faltó el aire: el hallazgo arqueológico más importante del siglo XX, que se conservaba en ese lugar, ya no estaba. El Niño congelado del cerro El Plomo había desaparecido.