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–¡Por favor, no toquen nada! ¡Son arqueólogos, vamos!

Era un poco tarde, seguramente la vitrina de la cámara refrigerada tenía decenas de huellas y separarlas e identificarlas iba a tomar un tiempo que quizá la gente de criminalística no tenía.

Julia observó la estructura. Era una caja metálica con vitrinas y sistema de refrigeración. Adentro tenía un soporte especialmente diseñado para sostener al Niño. Todavía quedaban unos restos de polvo, seguramente partículas desprendidas al sacar la pieza. El ladrón había cortado hábilmente uno de los vidrios y por allí habían sacado al Niño. El cristal extraído estaba sobre una mesa cercana junto a otro similar. Se notaba un trabajo de expertos.

–¿Abrieron otra vitrina? –preguntó Julia.

–Sí, la del frente –respondió Herrera–. Contenía los accesorios y ofrendas con los que fue hallado el Niño: plumas de cóndor, figuritas de camélidos, una bolsa con sus dientes de leche, su vestido ceremonial…

–¿Y los vidrios los encontraron acá?

–Yo los tomé del suelo –respondió un joven de delantal que parecía ser científico–. Rodrigo Castillo, antropólogo –se presentó.

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