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Julia notó que los rodeaba casi todo el personal del museo. La miraban con curiosidad y algunos como si fuera la salvadora de la situación y que les devolvería al Niño en cosa de horas. Les dedicó un «buenos días» general. Luego se dirigió al arqueólogo:

–Usted dirá.

–Se robaron al Niño del cerro El Plomo. ¿Sabe quién es, no?

–Un Niño congelado que los incas depositaron hace unos quinientos años en el cerro El Plomo, cerca de Santiago.

Luis guardó silencio, algo sorprendido. Julia recordaba las veces que había venido de niña y lo mucho que le había llamado la atención esa pieza arqueológica.

Avanzaron por la nave central del museo, y antes de llegar a la ballena, doblaron e ingresaron a una zona de acceso prohibido al público.

–Es bajando por esta escalera –le indicó Luis.

–No puedo bajar –respondió Julia.

–¿Por qué?

–Todavía no me dicen dónde dejar la bicicleta.

Carlos se ofreció a guardarla mientras el científico y la detective descendieron al laboratorio. Allí había otro grupo de funcionarios revisando atónitos el sitio del suceso. Antes de saludarlos, Julia casi gritó:

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