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Después de encontrar alojamiento y ordenar la comida en una de las posadas, lo que correspondía hacer, por supuesto, era preguntar el camino del mar. Habían llegado a una altura demasiado avanzada del año para disfrutar de cualquier entretenimiento o variedad que Lyme pudiera proporcionar como lugar público. Las habitaciones estaban cerradas, los huéspedes, retirados; casi no quedaban más familias que las de los residentes; y, como hay muy poco que ver en los edificios por sí mismos, lo único que los paseantes podían admirar era la notable disposición del pueblo, con su calle principal cayendo directamente hacia el mar, el camino a Cobb, rodeando la pequeña y agradable bahía que en el verano tiene la animación que le prestan las casillas de baños y la grata compañía de la gente; por último, Cobb, con sus antiguas maravillas y nuevas mejoras, con la hermosa línea de los riscos destacándose al este de la ciudad; esto, y no otra cosa, era lo que debían buscar los forasteros; y, en realidad, debía ser un forastero muy extraño aquel que viendo los encantos de la población no deseara conocerla mejor para descubrir nuevas bellezas, como los alrededores, Charmouth, con sus alturas y su limpia campiña, y, más aún, su suave bahía retirada, detrás de negros peñascos, con fragmentos de roca baja entre las arenas, en donde podían sentarse tranquilamente para contemplar el flujo y reflujo de la marea.

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