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Nadie, es innecesario decirlo, volvió a mencionar los caballos. Tom y miss Baker, separados por un metro de crepúsculo, se dirigieron a la biblioteca, como a velar un cadáver perfectamente tangible, mientras, intentando parecer gratamente interesado y un poco sordo, yo seguía a Daisy a través de una serie de galerías que partían del porche. Nos sentamos en la penumbra, en un sofá de mimbre.
Daisy puso la cara entre las manos como para sentir sus rasgos perfectos, y su mirada se perdió poco a poco en la oscuridad de terciopelo. Me di cuenta de que la dominaba la fuerza de sus emociones y, pensando que así la tranquilizaría, le pregunté por la niña.
—Tú y yo no nos conocemos demasiado, Nick —dijo de pronto—. Aunque seamos primos. No fuiste a mi boda.
—No había vuelto de la guerra.
—Es verdad —dudó—. Bueno, lo he pasado mal, Nick, y me he vuelto una cínica.
Tenía, evidentemente, razones para serlo. Esperé, pero no dijo nada más, y al cabo de un momento volví sin demasiada convicción al tema de su hija.