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El interés de Tom y Daisy me conmovió bastante: me parecieron más cercanos, menos remotamente ricos. Sin embargo, ya en el coche, me sentía confuso y un poco disgustado. Pensaba que la obligación de Daisy era salir corriendo de la casa con la niña en brazos, aunque, por lo visto, no tenía la menor intención de hacer tal cosa. En cuanto a Tom, que tuviera «una mujer en Nueva York» era menos sorprendente que el hecho de que un libro lo hubiera deprimido tanto. Algo lo llevaba a roer lo más superficial de unas cuantas ideas rancias como si su egoísmo, físico, rotundo, ya no bastara para alimentar a su corazón apremiante.

Se notaba el verano en los tejados de los hoteles de carretera y en las estaciones de servicio, donde los surtidores rojos, nuevos, se levantaban sobre charcos de luz, y cuando llegué a mi casa en West Egg aparqué el coche en el cobertizo y me senté un rato en el jardín, en un cortacésped abandonado. Ya no soplaba el viento, que había dejado una noche clara y ruidosa, con alas que batían en los árboles y el sonido persistente de un órgano, como si el fuelle poderoso de la tierra insuflara vida a las ranas. La silueta de un gato se movió vacilante a la luz de la luna y, al volver la cabeza para mirarlo, vi que no estaba solo: a unos quince metros de distancia una figura había surgido de la sombra de la mansión de mi vecino y de pie, con las manos en los bolsillos, contemplaba la pimienta plateada de las estrellas. Algo en la lentitud de sus movimientos y en la seguridad con que apoyaba los pies en el césped me sugirió que se trataba de mister Gatsby, que había salido a calcular qué parte le correspondía del firmamento local.

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