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Pero sobre la tierra gris y las ráfagas de polvo inhóspito que soplan incesantemente sobre ella, se distinguen, al cabo de un momento, los ojos del doctor T. J. Eckleburg. Los ojos del doctor T. J. Eckleburg son azules y gigantes: sus pupilas casi alcanzan un metro de altura. No miran desde una cara, sino desde unas enormes gafas amarillas que se apoyan en una nariz inexistente. Algún oculista insensato y bromista los debió de poner ahí para aumentar su clientela en la zona de Queens, y luego se hundió en la ceguera eterna, o los olvidó y se fue a otra parte. Pero sus ojos, algo deslucidos por los muchos días expuestos a la lluvia y al sol sin recibir jamás una mano de pintura, siguen meditando tristemente sobre el solemne vertedero.

Un riachuelo sucio limita el valle de cenizas por uno de sus flancos, y, cuando el puente levadizo se alza para que pasen las barcazas, los pasajeros de los trenes pueden quedarse media hora contemplando el lúgubre lugar mientras esperan. Es inevitable detenerse allí, aunque sea un momento, y precisamente por eso conocí a la amante de Tom Buchanan.

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