Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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Dentro de la casa, el salón carmesí florecía de luz. Tom y miss Baker se sentaban en los extremos del amplio sofá, y miss Baker leía en voz alta un artículo del Saturday Evening Post: las palabras, en un susurro, sin inflexiones, se fundían en una melodía de efectos sedantes. La luz de la lámpara resplandecía en las botas de montar, perdía brillo en el pelo amarillo otoñal de miss Baker, y destellaba en el papel cada vez que pasaba la página y palpitaba la delicada musculatura de sus brazos.

Cuando entramos, nos obligó, alzando una mano, a mantener silencio unos segundos.

—Continuará —dijo, y arrojó la revista sobre la mesa— en nuestro próximo número.

El cuerpo impuso su poder con un movimiento impaciente de las rodillas, y miss Baker se puso de pie.

—Las diez —señaló, como si comprobara la hora en el techo—. Es hora de que esta niña buena se acueste.

—Jordan participa mañana en el torneo de Westchester —explicó Daisy.

—Ah, ¡eres Jordan Baker!

Ahora sabía por qué su cara me resultaba familiar: aquella expresión agradable y desdeñosa me había mirado desde muchas fotografías en huecograbado en las páginas de noticias sobre la vida deportiva en Asheville, Hot Springs y Palm Beach. También me habían llegado chismes sobre ella, una historia negativa y desagradable, de la que me había olvidado hacía tiempo.

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