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El interior, vacío, era miserable: el único coche visible eran los restos polvorientos de un Ford, encogido en un rincón oscuro. Estaba pensando que aquel garaje fantasmal sólo podía ser una cortina de humo que ocultaba lujosos y románticos apartamentos en la planta de arriba, cuando apareció el dueño en la puerta de la oficina, limpiándose las manos con un trapo. Era un hombre rubio, apocado, anémico y de cierta belleza desvaída. Nos vio y los ojos, azules, húmedos y muy claros, se le iluminaron de esperanza.

—Hola, Wilson, viejo —dijo Tom jovialmente, dándole una palmada en el hombro—. ¿Cómo va la cosa?

—No me puedo quejar —respondió Wilson sin convencer a nadie—. ¿Cuándo va usted a venderme el coche?

—La semana que viene: tengo al chófer arreglándolo.

—No se da prisa, ¿verdad?

—Se equivoca —dijo Tom con frialdad—. Pero, si lo cree así, quizá lo mejor sea que le venda el coche a otro.

—No es eso lo que digo —se apresuró a explicar Wilson—. Lo que digo es que…

Su voz se fue apagando y Tom miró impaciente a su alrededor. Entonces oí pasos en la escalera y, al momento, la pesada silueta de una mujer tapó la luz de la puerta de la oficina. Debía de tener unos treinta y cinco años, y estaba un poco gorda, pero lucía sus carnes con esa sensualidad de la que algunas mujeres son capaces. No había rasgos ni atisbo de belleza en su cara, que surgía de un vestido de seda azul oscuro a lunares, pero aquella mujer poseía una vitalidad inmediatamente perceptible, como si los nervios de su cuerpo estuvieran siempre al rojo vivo. Sonreía con calma, y pasando a través del marido como si fuera un fantasma, le estrechó la mano a Tom, mirándolo intensamente a los ojos. Se humedeció los labios y, sin volverse, le dijo a su marido con una voz suave y ordinaria:

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