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Dimos marcha atrás en busca de un viejo ceniciento que se parecía de un modo absurdo a John D. Rockefeller. En una cesta que le colgaba del cuello se encogían de miedo un puñado de cachorros recién nacidos, de raza indeterminada.

—¿Qué tipo de perros son? —preguntó mistress Wilson con verdadera ilusión, cuando el hombre se acercó a la ventana del taxi.

—De todos los tipos. ¿Qué tipo busca usted, señora?

—Me gustaría un perro policía, pero supongo que no tendrá ninguno de esa raza.

El hombre miró con ojos inseguros dentro de la cesta, metió la mano y sacó un cachorro que no paraba de moverse, cogiéndolo por el cuello.

—No es un perro policía —dijo Tom.

—No, no es exactamente un perro policía —dijo el hombre, con algo de decepción—. Yo más bien diría que es un Airedale —pasó la mano por el lomo pardo, que parecía un paño de cocina—. Fíjese en el pelo. Qué pelo. Este perro jamás le dará la lata con un resfriado.

—Me parece precioso —dijo mistress Wilson con entusiasmo—. ¿Cuánto cuesta?

—¿Este perro? —el hombre lo miró con verdadera admiración—. Para usted serán diez dólares.

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