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—Tesoro —le gritó a su hermana, con voz remilgada y aguda—, toda esa gentuza te engañará siempre. Sólo piensan en el dinero. Vino una mujer la semana pasada a arreglarme los pies y, cuando me dio la cuenta, era como si me hubiera operado de apendicitis.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó mistress McKee.

—Mistress Eberhardt. Se dedica a arreglar pies a domicilio.

—Me encanta tu vestido —observó mistress McKee—. Me parece maravilloso.

Mistress Wilson rechazó el cumplido levantando desdeñosamente una ceja.

—Está viejísimo —dijo—. Sólo me lo pongo cuando no me importa la pinta que llevo.

—Pues te sienta de maravilla, no sé si me entiendes —continuó mistress McKee—. Si Chester te fotografiara en esa pose, haría algo aprovechable.

Todos miramos en silencio a mistress Wilson, que se apartó de los ojos un mechón de pelo y nos devolvió la mirada con una sonrisa radiante. Mister McKee la estudió con atención, ladeando la cabeza, y luego se puso la mano delante de la cara y la movió hacia atrás y hacia delante.

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