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—Sería más discreto irse a Europa.

—Ah, ¿te gusta Europa? —exclamó, sorprendiéndome—. Acabo de volver de Montecarlo.

—¿Sí?

—El año pasado. Fui con otra chica.

—¿Estuvisteis mucho tiempo?

—No, fuimos a Montecarlo y volvimos. Fuimos vía Marsella. Teníamos más de mil doscientos dólares cuando empezamos, y en dos días nos habían desplumado hasta el último centavo. Lo pasamos fatal en el viaje de regreso, te lo puedo asegurar. ¡Dios mío, qué ciudad tan aborrecible!

El cielo del atardecer, semejante a la miel azul del Mediterráneo, resplandeció un instante en la ventana, y entonces la voz estridente de mistress McKee me devolvió a la habitación.

—También yo estuve a punto de cometer un error —afirmaba con energía—. Estuve a punto de casarme con un judío insignificante que llevaba años detrás de mí. Yo sabía que no estaba a mi altura. Y todos me decían: «Lucille, ese hombre no está a tu altura». Pero se habría salido con la suya, seguro, si no hubiera conocido a Chester.

—Sí, pero escucha —dijo Myrtle Wilson, moviendo la cabeza arriba y abajo—, tú por lo menos no te casaste.

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