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—Venga a comer un día —sugirió, mientras bajaba y gemía el ascensor.

—¿Adónde?

—A cualquier sitio.

—No toque la palanca —se quejó el ascensorista.

—Perdone —dijo mister McKee muy digno—. No me he dado cuenta.

—Estupendo —dije yo—. Será un placer.

… Y luego yo estaba de pie, junto a la cama, y mister McKee, entre las sábanas y en ropa interior, sentado, tenía en las manos una carpeta grande.

—La bella y la bestia… Soledad… El caballo de la vieja tienda de ultramarinos… El puente de Brooklyn…

Después me vi derrumbado, medio dormido, en el andén más hondo y frío de la Pennsylvania Station, con la mirada fija en la primera edición del Tribune y esperando el tren de las cuatro de la mañana.

3

Llegaba música de la casa de mi vecino en las noches de verano. En sus jardines azules hombres y chicas iban y venían como mariposas nocturnas entre los murmullos, el champagne y las estrellas. Cuando por las tardes subía la marea, yo miraba a los invitados, que se tiraban desde el trampolín de la balsa de Gatsby, o tomaban el sol en la arena caliente de su playa privada mientras dos lanchas motoras surcaban las aguas del estrecho y remolcaban a esquiadores acuáticos sobre cataratas de espuma. Los fines de semana el Rolls-Royce de Gatsby se convertía en autobús y, desde las nueve de la mañana hasta la madrugada, traía y llevaba a grupos de la ciudad, mientras una furgoneta volaba como un bicho amarillo a esperar a todos los trenes. Y los lunes ocho criados, incluyendo un jardinero extra, se pasaban el día limpiando, fregando, dando martillazos, podando y arreglando el jardín, remediando los estragos de la noche anterior.

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