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De repente una de esas gitanas, vibrante en su vestido de ópalo, coge al vuelo un cóctel, se lo bebe valientemente de un trago y, moviendo las manos como Frisco, baila sola en la pista de lona. Momentáneo silencio: el director de la orquesta se ve obligado a acoplarse al ritmo de la chica, y las habladurías se disparan mientras corre la falsa noticia de que es la suplente de Gilda Gray en el Follies. Ha empezado la fiesta.

Creo que la primera noche que estuve en casa de Gatsby fui uno de los pocos que habían sido invitados de verdad. La gente no estaba invitada: iba. Se subían en coches que los llevaban a Long Island, y, no sé cómo, acababan en la puerta de Gatsby. Una vez allí, alguien que conocía a Gatsby los presentaba y, a partir de ese momento, se comportaban según las normas de conducta propias de los parques de atracciones. Y alguna noche llegaban y se iban sin ni siquiera conocer a Gatsby: llegaban a la fiesta con una ingenuidad de corazón que les servía de entrada.

A mí me invitaron de verdad. Un chófer en uniforme azul turquesa, color de huevo de petirrojo, cruzó el césped de mi casa el sábado a primera hora con una nota de su patrón asombrosamente formal: Gatsby se sentiría muy honrado, decía, si yo pudiera asistir a su «pequeña fiesta» aquella noche. Me había visto varias veces, y desde hacía tiempo tenía intención de hacerme una visita, pero una singular combinación de circunstancias lo había impedido. Firmaba Jay Gatsby, con majestuosa caligrafía.

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