Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

47 страница из 1361

Eran las nueve, y casi inmediatamente miré el reloj y vi que eran las diez. Mister McKee se había quedado dormido en su silla, con los puños cerrados sobre el regazo. Parecía la foto de un hombre de acción. Cogí el pañuelo y le limpié de la mejilla la espuma de afeitar seca que me había inquietado toda la tarde.

El perrillo miraba desde encima de la mesa, cegado por el humo, y de vez en cuando gemía débilmente. La gente desaparecía, reaparecía, hacía planes para ir a algún sitio, y entonces se perdía, se buscaba, se encontraba a un metro de distancia. En torno a la medianoche Tom Buchanan y mistress Wilson, de pie, cara a cara, discutieron apasionadamente si mistress Wilson tenía derecho a pronunciar el nombre de Daisy.

—¡Daisy! ¡Daisy! ¡Daisy! ¡Dai..! —gritó mistress Wilson—. ¡Lo diré todas las veces que me dé la gana!

Con un movimiento seco y expeditivo, Tom Buchanan le rompió la nariz con la mano abierta.

Entonces hubo en el suelo del cuarto de baño toallas empapadas de sangre, y voces indignadas de mujeres, y, por encima de la confusión, un quejido de dolor inacabable y entrecortado. Mister McKee se despertó y buscó aturdido la puerta. No había terminado de salir cuando se volvió y vio la escena: Catherine y su mujer, que gritaban y protestaban e intentaban ofrecer algún consuelo mientras, con cosas del botiquín en la mano, tropezaban en todos los muebles que atestaban la habitación, y la desesperada figura del sofá, que no dejaba de sangrar e intentaba proteger con las páginas del Town Tattle la tapicería y sus escenas de Versalles. Entonces mister McKee dio media vuelta y reemprendió el camino hacia la puerta. Cogí mi sombrero del candelabro donde lo había dejado, y lo seguí.

Правообладателям