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—Le darás a McKee una carta de presentación para tu marido, para que haga unos cuantos estudios suyos —siguió moviendo los labios, en silencio, mientras inventaba—. George B. Wilson en el surtidor de gasolina, o algo así.

Catherine se inclinó sobre mí, muy cerca, y me murmuró al oído:

—Ninguno de los dos soporta a la persona con la que están casados.

—¿No?

—No los aguantan —miró a Myrtle y luego a Tom—. Y digo yo: ¿por qué siguen viviendo con esas personas si no las aguantan? Si yo fuera ellos, me divorciaría y volvería a casarme inmediatamente.

—¿Ella tampoco quiere a Wilson?

La respuesta fue inesperada, porque vino de Myrtle, que había oído mi pregunta. Y fue violenta y obscena.

—Ya ves —exclamó Catherine triunfalmente. Volvió a bajar la voz—. Es la mujer de él la que los separa. Es católica, y los católicos no creen en el divorcio.

Daisy no era católica, y me impresionó un poco lo rebuscado de la mentira.

—Cuando se casen —continuó Catherine— se irán al Oeste por un tiempo, hasta que todo haya pasado.

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