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Mister McKee era un hombre femenino, pálido, el vecino del piso de abajo. Acababa de afeitarse, porque tenía una mancha blanca de espuma en la mejilla, y mostró un extraordinario respeto al saludar a cada uno de los presentes. Me informó de que trabajaba «en el mundillo artístico», y más tarde me enteré de que era fotógrafo y de que había hecho la borrosa ampliación de la madre de mistress Wilson que flotaba en la pared como un ectoplasma. Su mujer era estridente, lánguida, bella y horrible. Me dijo con orgullo que su marido la había fotografiado ciento veintisiete veces desde el día de la boda.

Mistress Wilson se había cambiado de ropa poco antes, y ahora lucía un complicado vestido de tarde de gasa color crema que dejaba a su paso un frufrú permanente cuando se movía por la habitación. Bajo la influencia del vestido su personalidad también experimentó un cambio. La intensa vitalidad del garaje, tan perceptible, se había transformado en una impresionante fatuidad. Su risa, sus gestos, sus afirmaciones fueron volviéndose más afectados por momentos, y, conforme ella se expandía, la habitación menguaba a su alrededor, hasta que, ruidosa y chirriante, mistress Wilson pareció girar sobre una peana en el aire lleno de humo.

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