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Así que Tom Buchanan, su chica y yo fuimos juntos a Nueva York. O no exactamente juntos, porque mistress Wilson viajó discretamente en otro vagón. Era una deferencia de Tom con la susceptibilidad de los habitantes de East Egg que pudieran ir en el tren.

Mistress Wilson se había cambiado el vestido por uno de muselina marrón estampada que se le ajustó restallante a las anchas caderas cuando Tom la ayudó a apearse en el andén de Nueva York. En el puesto de periódicos compró el Town Tattle y una revista de cine, y en el drugstore de la estación crema facial y un perfume. Arriba, en la entrada solemne y llena de ecos, rechazó cuatro taxis antes de elegir uno, nuevo, de color lavanda, con la tapicería gris, y en él nos alejamos de la gran estación, hacia la espléndida luz del sol. Pero inmediatamente mistress Wilson dejó de prestar atención a la ventanilla, se inclinó hacia delante, y golpeó en el cristal que nos separaba del chófer.

—Quiero uno de esos perros —dijo muy seria—. Quiero uno para el apartamento. Es bueno tener… un perro.

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