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—Trae sillas, que se pueda sentar la gente.

—Ah, sí —asintió inmediatamente Wilson, y fue a la oficina, confundiéndose en el acto con el color cemento de las paredes.

Polvo blanco y ceniciento le cubría el traje oscuro y el pelo pálido como cubría todo lo que había a su alrededor, excepto a su mujer, que se había acercado a Tom.

—Quiero verte —dijo Tom con decisión—. Coge el próximo tren.

—Muy bien.

—Espérame en el puesto de periódicos del andén de abajo.

La mujer asintió y se separó de Tom en el momento preciso en que George Wilson salía de la oficina con dos sillas.

La esperamos en la carretera, donde no podían vernos. Faltaban pocos días para el Cuatro de Julio, y un niño italiano, gris y escuálido, ponía una fila de petardos en la vía del tren.

—Terrible lugar, ¿verdad? —dijo Tom, intercambiando con el doctor Eckleburg una mirada de disgusto.

—Horrible.

—A ella le viene bien salir.

—¿Al marido no le importa?

—¿Wilson? Cree que va a Nueva York a ver a su hermana. Es tan tonto que ni siquiera sabe que está vivo.

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