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El hecho de que tuviese una amante era muy comentado en los ambientes que frecuentaba Tom. Sus amistades consideraban una ofensa que se presentara con ella en los bares de moda y, dejándola en una mesa, se paseara por el local, charlando con unos y otros. Yo sentía curiosidad por verla, pero no quería que me la presentaran, como ocurrió por fin. Una tarde fui con Tom a Nueva York en tren, y cuando nos detuvimos junto a los montones de ceniza se levantó de un salto y, cogiéndome por el codo, me forzó literalmente a bajar del vagón.

—Nos apeamos —enfatizó lo obvio—. Quiero presentarte a mi chica.

Creo que había bebido demasiado en la comida, y la determinación con que me obligaba a acompañarlo bordeaba la violencia. Su arrogancia daba por supuesto que un domingo por la tarde yo no tenía otra cosa mejor que hacer.

Lo seguí cuando saltó la barrera del tren, pintada de blanco, y retrocedimos unos cien metros por la carretera bajo la mirada insistente del doctor Eckleburg. El único edificio a la vista era una casa de ladrillo amarillo que se levantaba en el límite de la tierra baldía, en una especie de calle principal mínima que bastaba para satisfacer sus necesidades y desembocaba en la nada absoluta. Había tres negocios: uno se alquilaba y otro era un restaurante que abría toda la noche y al que se llegaba par un camino de cenizas. El tercero era un garaje —Reparaciones. GEORGES B. WILSON. Compraventa de automóviles—, en el que entré detrás de Tom.

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