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En cuanto llegué, intenté saludar a mi anfitrión, pero las dos o tres personas a quienes pregunté por él me miraron tan asombradas y negaron con tanta vehemencia conocer los movimientos de Gatsby, que me escabullí en dirección a la mesa de los cócteles, el único sitio del jardín donde alguien sin compañía podía quedarse un rato y no parecer solo y perdido.

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