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Entré en el camarote donde yacían los restos de mi desdichado huésped. Sobre él se inclinaba una figura para cuya descripción no tengo palabras… de una estatura gigantesca, pero desproporcionado y deforme. Como estaba inclinado hacia el ataúd, su rostro permanecía oculto por largos mechones de pelo desgreñado; pero su mano extendida parecía como la de las momias, porque no sé de otra cosa que pueda parecérsele en color y textura. Cuando escuchó un ruido y me vio entrar, interrumpió sus exclamaciones de dolor y se apartó hacia la ventana. Jamás vi una cosa tan espantosa como su rostro, tan asquerosa y tan aterradora. Cerré los ojos involuntariamente mientras le gritaba que se quedara quieto. Se detuvo. Mirándome con asombro y volviéndose luego hacia la figura exánime de su creador, pareció olvidar mi presencia, aunque todos sus movimientos y sus gestos parecían movidos por la ira más violenta. «Esta es también mi víctima», exclamó. «Con su asesinato culmino mis crímenes. ¡Oh, Frankenstein…! ¡Ser generoso y abnegado…! ¿Me atreveré a pediros que me perdonéis? Yo, que os maté porque maté a aquellos que vos más queríais… ¡Oh, ha muerto y no puede responderme…!»

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