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»Usted, que se llama amigo de Frankenstein, parece saber algo de mis crímenes y mis desdichas. Pero, en el relato que él tal vez le ha hecho de mis sufrimientos, no ha podido contar las horas y los meses de miseria que he soportado mientras mi alma ardía de furia e impotencia. Porque cuando destruí su futuro, no satisfice mis propios deseos, que eran tan ardientes y devoradores como siempre. Aún deseaba amor y compañía, y siempre me despreciaban. ¿Acaso esto no era una injusticia? ¿Y soy yo el único criminal, cuando toda la humanidad ha pecado contra mí? ¿Por qué no odia usted a Felix, que expulsó de su casa a quien lo apreciaba de verdad? ¿O por qué no odia usted al hombre que deseaba matar a quien salvó a su hija? No, desde luego: ellos son seres virtuosos e inmaculados… mientras que yo, el miserable y el pisoteado, ¡solo soy un aborto que debe ser despreciado y apaleado y odiado! Incluso ahora me hierve la sangre cuando recuerdo semejante injusticia…

»Pero es verdad que soy un miserable. He destruido todo lo bello y lo indefenso. He cazado a los inocentes mientras dormían y he estrangulado hasta la muerte el cuello de quien jamás me hizo daño. He conducido a mi creador al sufrimiento y lo he acosado hasta su muerte. Usted me odia, pero su aborrecimiento ni siquiera puede compararse al que yo siento por mí mismo. Miro las manos que han cometido esos actos, pienso en el corazón que los planeó, y me detesto. No tema: no volveré a hacer ningún mal; mi tarea está a punto de concluir. No necesito de usted ni de nadie para consumarla, me basto yo solo. Y no crea que tardaré en llevar a cabo el sacrificio. Abandonaré su barco; y, en el témpano que me trajo hasta aquí, buscaré el extremo de tierra más septentrional que pueda tener el globo. Yo mismo levantaré mi pila funeraria y me consumiré en cenizas, para que mis restos no puedan sugerir a ningún desgraciado curioso e ingenuo que puede ser capaz de crear a otro como yo. Moriré. Ya no volveré a sentir la angustia que me consume, ni seré presa de sentimientos insatisfechos y, sin embargo, eternos. Quien me creó ha muerto; y cuando yo muera, el recuerdo de mí morirá para siempre. Ya no volveré a ver el sol, ni las estrellas, ni sentiré el viento en el rostro. La luz, los sentimientos y la razón morirán. Y entonces hallaré mi felicidad. Hace algunos años, cuando las imágenes del mundo se mostraron abiertamente ante mí, cuando sentía la alegre calidez del verano y oía el murmullo de las hojas y el gorjeo de los pájaros, y aquello era todo para mí, habría lamentado morir; pero ahora la muerte es mi único consuelo. Enfangado en el crimen y corroído por los remordimientos más amargos, ¿dónde podré encontrar descanso, sino en la muerte?

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