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—Si termino con vuestro enemigo, ¿me reconocerán y obedecerán como al Rey de la Selva? —preguntó el León.

—Lo haremos con mucho gusto —contestó el tigre.

—¡Así lo haremos! —aullaron a coro todas las otras bestias.

—¿Dónde está ahora esa gran araña? —inquirió el León.

—Allá, entre aquellos robles —dijo el tigre, señalando con una de sus patas.

—Cuiden a estos amigos míos y yo iré ahora mismo a luchar contra el monstruo —manifestó el León.

Dicho esto, saludó a sus compañeros y se alejó orgullosamente a presentar batalla al enemigo.

La gran araña estaba dormida cuando la halló el León, y era tan fea que el felino arrugó la nariz con profundo desagrado. Sus patas eran tan largas como había dicho el tigre, y su cuerpo estaba cubierto de un espeso vello áspero y negro. Poseía unas fauces tremendas, con una doble hilera de dientes agudísimos limos y extraordinariamente largos; pero su gran cabeza estaba unida al cuerpo por medio de un cuello tan delgado como la cintura de una avispa, lo cual dio al León una idea de cuál sería el mejor método de ataque. Como sabía que era más fácil atacar al monstruo mientras dormía, dio un gran brinco y cayó de lleno sobre el lomo del enemigo. De un solo zarpazo feroz, separó la cabeza del cuerpo y, saltando de nuevo a tierra, quedóse mirando mientras las largas patas se agitaron un poco hasta quedar inmóviles, lo cual le indicó que el monstruo había muerto.

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